Jamón de canguro. Pastel
de rinoceronte. Lengua de caballo. La vida doméstica era un tanto diferente en
la casa de William Buckland. Algunos visitantes de su casa en Oxford,
Inglaterra, a principios del siglo XIX recordaban su corredor de entrada, lleno
de cráneos fosilizados de monstruos. Otros recuerdan los monos vivos que daban
vueltas por ahí. Pero nadie podría olvidarse de la dieta de Buckland. Un
geólogo profundamente religioso, le gustaba la historia de Noé, y la mayor
parte de su arca pasó por su boca. Hubo sólo unos pocos animales que no pudo
tragar: "El sabor del topo fue el más repulsivo que conocí", dijo una
vez Buckland, "hasta que probé una moscarda".
Lo más sorprendente de
los hábitos carnívoros de Buckland no era la variedad. Era que sus intestinos,
arterias y corazón soportaran el consumo de tanta carne. No es menos
sorprendente para los que vivimos en esta época, incluso los que tenemos gustos
que apenas se ciñen a los filetes. Ya que si se fija en la procedencia de
nuestra especie, ninguno de nuestros primos primates podría sobrevivir con una
dieta con tanta carne. Al igual que muchas otras cosas que nos hacen únicos,
debemos nuestra habilidad para comer toda esa carne a cambios en nuestro ADN.
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ALEX NABAUM
Los monos y los simios
tiene molares y estómagos adaptados para procesar plantas, y en estado salvaje
comen principalmente vegetales y en su hábitat natural tienen dietas
principalmente veganas. Unos pocos primates, como los chimpancés, comen unos
pocos gramos de termitas u otros animales todos los días. Pero para la mayoría
de los monos y simios, una dieta alta en grasas y colesterol afecta sus
organismos. Los primates en cautiverio con acceso regular a carne y productos
lácteos a menudo terminan respirando con dificultad dentro de sus jaulas, con
un colesterol cerca de los 300 y sus arterias llenas de grasa.
Nuestros ancestros
protohumanos sin duda comían carne; dejaron demasiados cuchillos de piedra al
lado de pilas de huesos como para que sea coincidencia. Y no es difícil darse
cuenta de por qué se dieron el gusto. Para la mayoría de la gente, la carne
tiene un gusto realmente agradable. Brinda preciadas proteínas, y está llena de
calorías, una consideración importante cuando las fuentes de alimentación eran
precarias. Pero los primeros humanos probablemente no hayan sufrido menos que
otros primates debido a su amor por la carne.
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Dos veces, sin embargo,
desde que los humanos derivaron de los chimpancés hace unos pocos millones de
años, el gen humano llamado apoE mutó, dándonos versiones diferentes. En
general es el candidato más sólido que hay para un "gen de comer
carne" humano (aunque no es el único candidato). La primera mutación
—mucho antes de que los humanos aprendieran a controlar el fuego hace unos
500.000 años— pareció haber impulsado el desempeño de células sanguíneas
asesinas que atacan microbios, como los microbios mortales que quedan en la
carne cruda. Esta mutación también brindó protección contra inflamación
crónica, el daño al tejido colateral que se produce cuando las infecciones
causadas por microbios no desaparecen del todo.
Desafortunadamente, esta
versión de apoE podría haber hipotecado nuestra salud a largo plazo para
obtener una ganancia a corto plazo: podíamos comer más carne, pero dejó
nuestras arterias llenas de grasa. Afortunadamente, una segunda mutación se
produjo alrededor de unos 226.000 años atrás, y nos ayudó a digerir grasas y
sacar el colesterol de nuestra sangre. Es más, mantuvo a las células en mejor
estado e hizo que los huesos fueran más densos y difíciles de quebrar en la
madurez, un mayor seguro contra una muerte temprana.
ApoE probablemente
también potenció nuestros cerebros. Para funcionar de forma correcta, las
células del cerebro deben cubrir sus axones en capa de mielina, que actúa como
un aislamiento de goma sobre cables y ayuda a que las señales del cerebro
viajen con mucha mayor rapidez. El colesterol es un componente importante de la
capa de mielina, y aunque el colesterol en nuestros estómagos no termina en
nuestros cerebros (el cerebro produce su propio colesterol), la versión de apoE
que ayuda a sacar el colesterol de nuestra sangre también ayuda a distribuir el
colesterol del cerebro donde se necesita y por lo tanto ayuda a prevenir el
deterioro de la capa de mielina. La capacidad de comer más carne quizás haya
sido sólo un beneficio colateral de potenciar el poder de nuestro cerebro.
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ISTOCKPHOTO
Antes de felicitarnos por
nuestros lindos apoE, sin embargo, considere esto: los huesos con marcas de
hachazos y otra evidencia arqueológica indican que comenzamos a comer carne al
menos hace 2,5 millones de años, mucho tiempo antes de que surgiera el apoE
para librar su batalla contra la grasa y el colesterol. Así que durante
millones de años fuimos o muy poco inteligentes para relacionar comer carne con
morir joven, o demasiado patéticos para obtener calorías suficientes sin carne,
o demasiado indulgentes para dejar de comer comida que sabíamos que nos
mataría. Aún menos halagador es lo que podría implicar la mutación de las
propiedades germicidas de la primera apoE: que los protohumanos hurgaron en
busca de comida entre animales muertos y comieron sobras putrefactas.
De todos modos, comer
carne ayudó a nuestros ancestros a sobrevivir, y vivir lo suficiente como para
transmitir sus tradiciones a generaciones futuras. Ahora celebramos casi todas
las festividades comiendo (o evitando) la carne. Incluso William Buckland
transmitió sus hábitos peculiares. Su hijo Frank tenía un acuerdo con el
zoológico de Londres para que cuando un animal muriera allí, él recibiera una
parte de su pierna. Pero no tenemos que llegar a los extremos de los Buckland
para apreciar nuestro ADN de carnívoros. Simplemente podemos poner otra
hamburguesa en la parrilla.
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